
1998.
Hablar de 1998 es hablar de uno de los años dorados del mundo de los videojuegos. Aquel año llegaron al mercado auténticas obras maestras que han marcado a millones de jugadores; auténticos juegazos de la talla de The Legend of Zelda: Ocarina of Time, Metal Gear Solid (aunque no llegó a Europa hasta el 99), Starcraft, Half Life, Resident Evil 2… Me faltarían horas de sueño si describo el impacto que cada uno de ellos ha tenido en nuestro hobbie; juegos que aún seguimos amando, inmunes al paso del tiempo, como si se hubieran detenido en un limbo esperando a que las nuevas generaciones los descubran. Y esto último es la razón de ser de este reportaje; porque hablar de 1998 es, además, hablar de un momento de inflexión en la historia de los videojuegos de rol. Es hablar del resurgimiento del RPG en occidente, es hablar de la vieja escuela; de esos juegos que llegan sin hacer ruido y lo hacen para quedarse. Baldur’s Gate; espadas, brujería y grandes historias contadas alrededor de una fogata. Baldur’s Gate, auténtico rol de la vieja escuela.

Dragones, mazmorras y muchos dados
Bioware. ¿Os suena de algo? Por supuesto que sí. Pero por favor, no penséis en Anthem o en Mass Effect Andrómeda; no. Hagamos un viaje en el tiempo y remontémonos unos cuantos años atrás, a la época en la que Bioware sabía contar grandes historias. Aunque no quiero extenderme mucho explicando el origen de la compañía (para eso tenéis Wikipedia ¿no?), es necesario que nos detengamos aquí, porque la historia de Baldur’s Gate (a partir de ahora «BG») está íntimamente relacionada con este estudio. Corría el año 1998; dos años atrás Bioware había lanzado al mercado «Shattered Steel«, su primer videojuego, sin cosechar mucho éxito. Para entonces, ya existían buenos RPGs para ordenador. Por ejemplo, en 1991 fue lanzado «Eye of the Beholder«, que ya usaba las reglas y el universo de «Dungeons&Dragons«, y proponía al jugador hacer el papel de «Dungeon Master», guiando a un pequeño grupo de exploradores a través de retorcidas mazmorras. El sistema de juego era simple, y su argumento podría escribirse por completo en el papelito de un caramelo. Otros juegos como Lands of Lore proponían al jugador exactamente lo mismo: interpretar el rol de un «Dungeon Master» en escenarios lineales. Pocos juegos (realmente, se podían contar con los dedos de una mano y sobran dedos) invitaban al jugador a perderse, explorar, combatir… y hacerlo todo con libertad de decisión. Elder Scrolls: Daggerfall ya había lanzado a los usuarios a combatir a campo abierto, y los RPGs japoneses arrasaban en consolas. Pero PC estaba lejos de atesorar un título que sentara las bases del RPG occidental; aún no había llegado un juego que diera un atronador golpe en la mesa… Hasta que llegó Bioware.
La idea era sencilla. Usar las reglas de Dragones y Mazmorras para diseñar un RPG completo, con un argumento profundo, con miles de cosas por hacer y que al mismo tiempo resultara divertido y desafiante. En definitiva, convertir el rol de lápiz y papel en un montón de renders y dejar que el jugador decidiera cómo actuar. Con esa idea en mente, Bioware se puso manos a la obra.
Desarrollar un RPG de esas característias era una tarea titánica en aquella época. Hasta entonces, la mayoría de RPGs guiaban al jugador de punto A a punto B, engañando al jugador con una falsa sensación de libertad, y encorsetando el estilo de juego en unas cuantas habilidades y técnicas. Entonces, ¿cómo pudo Bioware convertir las reglas de D&D en un poderosísimo RPG? La clave es esta: Infinity Engine. Bioware diseñó este motor gráfico a partir de un prototipo usado en su primer videojuego. El Infinity Engine permitía al equipo diseñar entornos gráficos en vista isométrica usando fondos pre-renderizados y personajes basados en «sprites». Ofrecía un sistema de juego pausable en tiempo real, además de la facilidad para construir complejas historias y subtramas. En definitiva, una valiosísima herramienta de desarrollo que fue la base del éxito de BG. De ese modo, con un complejo manual de reglas, un equipo de desarrollo dedicado y con talento y un motor gráfico novedoso para la época, Bioware se lanzaba a diseñar una joya imperecedera: el primer GRAN juego de rol de la compañía, y uno de los mejores de toda la historia. Ahora bien, ¿por qué es Baldur’s Gate tan especial?

El amor por el arte.
Los Reinos Olvidados. La Costa de la Espada. Mitos y leyendas; héroes y villanos. Hablar de Baldur’s Gate es hacerlo sobre las grandísimas historias de D&D, sobre tiradas de salvación imposibles, hechizos horrendos, espadas legendarias, monstruosas deformidades infernales… Baldur’s Gate es todo eso y mucho más. Los Reinos Olvidados de D&D servían de soporte para la trama de BG, otorgando un escenario con su propia geografía, religión, historia, mitos y deidades. Baldur’s Gate nos proponía adentrarnos en la región de la Costa de la Espada para descubrir por qué un mal presagio se cernía sobre el mundo, y por qué tú (un simple huérfano) debías huir apresuradamente de Candelero en mitad de la noche. Y justo aquí arrancaba BG, arrojándote de cabeza a un mundo plagado de peligros. Baldur’s Gate se abría ante el jugador en un abanico de posibilidades jugables casi imposibles para la época. ¿Querías viajar al sur a explorar unas viejas minas abandonadas? Hecho. ¿Mejor al este, hacia ese bosque que te llama la atención? Concedido. O también podías seguir la trama, o buscarte la vida en sus muchas (en serio, muchísimas) misiones secundarias. La decisión era tuya; una decisión que apabullaba por su inmensidad.
Como en todo buen RPG, Baldur’s Gate contaba con una historia bien trabajada, escrita con maestría, profunda y llena de interminables diálogos en perfecto castellano. Para tener todo en orden, BG contaba con algo atípico para la época: un diario de misiones (sí, en serio) donde quedaban registradas todas las gestas, principales y secundarias. ¿Queréis saber un detalle muy interesante? Fue el primer juego (si no me equivoco) que permitía hacer tus propios apuntes en el mismo diario de misiones; eso te permitía llevar un control sobre aquellas gestas que se te atragantaban debido a la dificultad, o porque faltase cierto objeto clave en el inventario, o qué se yo, porque quisieras apuntar lo que fuera. Y en vista de la brutal extensión del título (más de 100 horas, una bestialidad para la época) se antojaba necesario anotar los detalles adicionales de tus aventuras. Porque Baldur’s Gate es rol de la vieja escuela; no te llevaba de la mano de un punto a otro, indicándote con una flecha fluorescente dónde estaba tu próximo objetivo. Aquí no. En BG se premiaba la exploración, era el jugador quien decidía su destino.

Todo en Baldur’s Gate formaba parte de un ecosistema rico y detallado. El motor Infinity permitía a los desarrolladores diseñar un mundo separado por zonas (por cierto, renderizadas a una resolución máxima de 640 x 480, ¿cómo te quedas?), donde el jugador podía perderse y descubrir nuevos entornos. Desde bosques, cuevas, mazmorras hasta ciudades y otros lugares de los cuales mejor no haré mención. El juego contaba con ciclo de día y noche, además de efectos ambientales como la lluvia y la nieve. La atmósfera de juego sencillamente te atrapaba; no podías más que mirar perplejo a tu monitor CRT, absorto ante una historia que se iba tejiendo en base a nuestros actos.

Dime con quién andas…
Os cuento un par de anécdotas. Mi grupo y yo avanzábamos por un bosque buscando a los malos de turno. De pronto, mi mago llamado Edwin inicia un diálogo sin yo tocar nada, quejándose de que este grupo es demasiado blando. De pronto se inicia un combate; Edwin se revela contra mí porque en mi grupo hay una mujer llamada Dynaheir, maga también, y resulta que se odian a matar. Yo sabía de su mutuo desprecio, pero nadie me advirtió de que llevarlos en el mismo grupo durante una cantidad sustancial de tiempo sería la catástrofe absoluta, desencadenando una ruptura irreparable y perdiendo sin remedio a uno de mis aliados. Porque resulta que en Baldur’s Gate cada personaje tiene su propia moralidad y opinión de las cosas. Incluso, cada uno tiene sus razones para viajar contigo, así como una opinión sobre los demás integrantes del grupo. No estuve obligado a buscar a Dynaheir, pero cuando la encontré quise llevarla conmigo. Podría no haberlo hecho y continuar como si nada. O podría haberme dado más prisa a la hora de ayudar a un hábil arquero llamado Kivan a vengar la muerte de su esposa, pero me entretuve demasiado explorando y tuve que pagar las consecuencias cuando, de pronto, decidió separarse de mí, dejando a mi grupo en medio de una misión sin mi mejor arquero. Historias como estas, que van más allá de la trama y las misiones secundarias, hacían de Balgur’s Gate un juego muy especial. El juego no te advertía de las consecuencias de llevar un grupo repleto de personalidades chocantes; las sorpresas y consecuencias tendrías que descubrirlas después.
En Baldur’s Gate el bien y el mal estaban extremadamente definidos. Podías elegir comportarte como un canalla sin escrúpulos o como un paladín blanco de la justicia (lamentablemente, de poco importa esto en el desenlace de la trama), pero tendrías que asegurarte de que tus aliados compartían tus ideologías. De hecho, uno de los puntos clave y diferenciadores de BG era poder llevar un grupo de hasta seis aventureros, todos ellos con su personalidad, problemas y decisiones morales definidas, así como su clase, rol y habilidades. Como ya se ha explicado, Baldur’s Gate hacía uso de la segunda edición de «Advanced Dungeons&Dragons», y por lo tanto usaba muchas de las clases del juego de mesa. ¿Habéis escuchado alguna vez que un mago no puede llevar armadura? ¿O que un Paladín debe tener siempre el carisma alto? Pues todo eso es gracias a las reglas de D&D, utilizadas con muchísimo éxito en este juego.

«Advanced Dungeons&Dragons»: la clave de todo.
1D20. Gac0. Thac0… ¿No lo pillas? Espera que te lo explico mejor. Un dado de veinte caras. Golpear clase de armadura cero. ¿Tampoco? Parece casi brujería que Bioware pudiera transmitir con tanta exactitud las reglas de D&D a un videojuego de rol, porque un trabajo semejante implicaba primero conocer al dedillo dichas reglas (para nada sencillas a veces) y luego transmitirle al jugador todo esto de una manera fluida, sin que el sistema de juego se rompiera o resultase demasiado aburrido. Por regla general, un «Dungeon Master» es una persona perfeccionista al que le encanta preparar detalles para los jugadores de rol en papel y lápiz. Cada pequeño detalle cuenta, es imprescindible para generar un entorno de juego creíble y eficaz. Existen las llamadas «acciones gratuítas», pero la mayoría requieren de una tirada de dados, un modificador o un bonus que determine cierta acción. Utilizar todo esto, y transcribirlo a un lenguaje de ordenador no era tarea sencilla. Pero allí estaba Bioware, haciendo su «magia», diseñando un complejísimo RPG tan profundo como accesible incluso para aquellos que no habían tocado nunca un videojuego de rol. Nunca antes se había trabajado con tanto ahínco en representar con tanta fidelidad las reglas de Dragones y Mazmorras, y el resultado fue un acierto absoluto.
Vale. Pero, ¿cómo se jugaba a Baldur’s Gate? Buena pregunta. Para acercar BG a todo tipo de jugadores, Bioware diseñó un sistema de pausa táctica que permitia al jugador hacer microgestiones en la batalla. Los turnos, asaltos y tiradas de dados se automatizaban para no interrumplir el combate, pero el jugador podía pausar, elegir el siguiente hechizo o habilidad, quitar la pausa y contemplar el resultado. Además, eso permitía diseñar estrategias complejas usando las variadísimas clases y habilidades de los compañeros. Elegir a estos acompañantes no era una tarea trivial y fría, al contrario; para llevar un equipo equilibrado hacía falta pensar bien cómo quería uno afrontar los combates, además de gestionar bien la alineación del equipo para que, en un futuro, el que pensabas que era tu mejor aliado no se volviera tu enemigo. Porque allí estaban las reglas de D&D; en cada hechizo, arma, armadura, objeto… todo estaba impregnado de extensas descripciones de obligada lectura, imprescindible para formar un equipo capaz de soportar todos los combates que te ofrecía el juego (y no equiparte sin querer ningún objeto maldito, ya de paso).

Además, Baldur’s Gate contaba con multijugador online. En una época en la que el juego online no gozaba de la popularidad de hoy día, sorprendía que Bioware también hubiera utilizado recursos para proveer al juego de multijugador. Claro, las conexiones de la época no eran como las de ahora y el juego sufría de caídas esporádicas. Pero imagínate explorar la Costa de la Espada con un grupo de cinco amigos, cada uno con su personaje construído a medida. Yo nunca pude probarlo, honestamente, pero ahí estaba. Y todo esto sin perder ni un ápice de la profundidad de la campaña.
Ah, por cierto. Mención aparte tiene el apartado sonoro. Baldur’s Gate llegó doblado a nuestro idioma, con una calidad por encima de la media. Y su BSO tampoco se queda descolgada. Las melodías compuestas por Michael Hoening dotaban a la banda sonora de una épica constante, especialmente dentro de los combates donde los instrumentos de percusión resonaban con fuerza. Con razón es recordada como una de las mejores dentro de su género (aunque en opinión de quien escribe estas líneas, no la mejor. Ahí queda Icewind Dale, con Jeremy Soule a la cabeza).

La larga sombra de Baldur’s Gate. Su legado.
1998. Un año de oro. Un año que se ha ido para nunca jamás volver, pero que nos ha dejado joyas que miran con desprecio el paso del tiempo, inmutables, perfectas. Es cierto, en todas las épocas han existido buenos videojuegos. Hay videojuegos buenos que los juegas una vez, los disfrutas, los guardas en la estantería y acaban cubiertos de polvo. Hay otros, sin embargo, que los miras detrás de la vitrina, que están colocados en un lugar especial de tu habitación; que traen recuerdos de épocas mejores porque han hecho lo que otros solo sueñan con hacer: tocar tu corazoncito gamer. Este es Baldur’s Gate, el RPG que supuso un antes y un después para la industria en lo que a juegos de rol se refiere. De hecho, no sería nada exagerado afirmar que el RPG moderno es como es gracias a la influencia y legado de Baldur’s Gate. ¿Os suenan nombres como Knights of the Old Republic, Dragon Age o Mass Effect? Estoy convencido de que sí. Todos ellos beben directamente de BG, de una manera o de otra. Otros juegos más modernos como Pillars of Eternity son diréctamente un homenaje a esta vieja gloria. Todo ello es prueba contundente de que Baldur’s Gate es un juego muy especial, un videojuego desarrollado por la vieja Bioware, cuando esta era sinónimo de calidad; una época ya lejana donde los videojuegos de rol se entendían de otra manera. Cuando un RPG no solo significaba contarte una gran historia, sino hacerte formar parte de su ecosistema y que fueras tú quien tomase las riendas; cosa que muy pocos RPGs saben hacer con acierto. Por todo ello, gracias, Bioware. Tu legado sigue presente; creaste una obra maestra.
Tiempo después, llegaba Baldur’s Gate 2: Shadows of Amm para pulverizar todos los récords del primer BG. Un juego cuyo contenido no me atrevo ni a describir por lo inabarcable que me resulta. Sí, Baldur’s Gate tuvo una secuela, la novena sinfonía del RPG. Pero esa es otra historia, compañeros. Tal vez os la cuente algún día. Por ahora, los fans de Baldur’s Gate esperamos con muchísimas ganas la tercera entrega, esta vez en manos de Larian Studios, que ya se encuentra disponible en acceso anticipado en Steam. Mientras llega ese momento, quiero animaros a todos a que descubráis Baldur’s Gate por vosotros mismos; un RPG que supo dar un ensordecedor golpe en la mesa, que llegó para no irse jamás; para hacer historia. Un juego de rol hecho con muchísimo mimo y cariño, una dedicatoria a todos los amantes de las buenas historias y que solo los más grandes saben cómo hacerlo bien. El rol de la vieja escuela. El rol de Baldur’s Gate.
A los ojos Bubú!
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